Zobeida, una de Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino

(Lamento no haber dado con la autora o el autor de esta ilustración.)


Es injusto que la novela, el cuento y la poesía sean los únicos géneros que convaliden la grandeza de una obra literaria. El diario, la correspondencia, el aforismo o textos inclasificables como Las Prosas apátridas de Ribeyro, El spleen de Paris de Baudelaire, los escritos experimentales de Georges Perec o Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino representan formas propias, distintas y no menos estimables en el “arte del decir” que es la literatura en esencia.

Exigir novelas, por ejemplo, a un autor para reconocer su trabajo supone ceñir la escritura a un cauce prestablecido (aun con toda la flexibilidad adquirida en el tiempo) que no admite otras posibilidades –inagotables en realidad– de expresar un ejercicio del lenguaje o una mirada del mundo, que justamente tienen su encanto en que responden a una sensibilidad individual e irrepetible.
Las ciudades invisibles (1972) reúne una serie de urbes ficticiamente atribuidas a los relatos de Marco Polo en la corte del Kublai Kan. La descripción de cada una es una mezcla indiscernible de fantasía, juego, ironía y reflexión sobre la percepción, el deseo, la muerte y la memoria. Una irresistible galería de los miedos, pasiones e ilusiones de toda humanidad delimitada por una colectividad instalada en el espacio.
Ítalo Calvino (1923-1985) fue un escritor italiano de una trayectoria cambiante en sus temas y su estilo, desde un inicial neorrealismo hasta el período “combinatorio”, que incluye su producción más exquisita (Las cosmicómicas, Palomar, Si una noche de invierno un viajero… y Las ciudades invisibles precisamente).

"Después del sueño buscaron aquella ciudad; no la encontraron pero se encontraron entre sí; decidieron construir una ciudad como en el sueño."

Este última y deslumbrante etapa de Calvino es fruto, en parte, de su admiración por Jorge Luis Borges, en una época en que, además, se interesó por los cuentos de Julio Cortázar y las prosas de Julio Ramón Ribeyro.
Aquí una pequeña muestra de este que es, sin duda, uno de los libros más bellos de la literatura contemporánea universal.



Las ciudades y el deseo. 5

Desde allí, al cabo de seis días y seis noches, el hombre llega a Zobeida, ciudad blanca, bien expuesta a la luna, con calles que giran sobre sí mismas como un ovillo. De su fundación se cuenta esto: hombres de naciones diversas tuvieron el mismo sueño, vieron a una mujer que corría de noche por una ciudad desconocida, la vieron de espaldas, con el pelo largo, y estaba desnuda. Soñaron que la seguían. Al final, tras muchas vueltas, todos la perdieron. Después del sueño buscaron aquella ciudad; no la encontraron pero se encontraron entre sí; decidieron construir una ciudad como en el sueño. En la disposición de las calles cada uno repitió el recorrido de su persecución; en el punto donde había perdido las huellas de la fugitiva, cada uno ordenó los espacios y los muros de manera distinta que en el sueño, de modo que no pudiera escapársele más.
Esta fue la ciudad de Zobeida donde se establecieron esperando que una noche se repitiese aquella escena. Ninguno de ellos, ni en el sueño ni en la vigilia, vio nunca más a la mujer. Las calles de la ciudad eran las que recorrían todos los días para ir al trabajo, sin ningún relación ya con la persecución soñada. Que por lo demás hacía tiempo que estaba olvidada.
De otros países llegaron nuevos hombres que habían tenido un sueño como el de ellos y en la ciudad de Zobeida reconocían algo de las calles del sueño, y cambiaban de lugar galerías y escaleras para que se parecieran más al camino de la mujer seguida y para que en el punto donde había desaparecido no le quedara modo de escapar.
Los que habían llegado primero no entendían qué era lo que atraía a esa gente a Zobeida, a esa ciudad fea, a esa trampa.

“Cada vez que el humano ha querido hacer del Estado su Cielo, ha terminado por convertirlo en su Infierno”, escribió Hölderlin.


Un apunte al margen:
La racionalidad y la imaginación conforman un reino paralelo y seductor que suprime ciertas variables de lo real, de modo que su transferencia al mundo exterior y común no haría sino violentarlo. Si ello realmente sucediera, los sueños aterrizarían sobre el orden de lo inestable e imperfecto. Entonces, sin remedio o se traicionarían expuestos al recorte y la deformación; o forzarían a las personas y las cosas a adaptarse a su simplicidad y su abstracción con los resultados de lo insoportable y atroz. “Cada vez que el humano ha querido hacer del Estado su Cielo, ha terminado por convertirlo en su Infierno”, escribió Hölderlin.
Como frente a la sabiduría o la felicidad (el «imposible necesario», según Julián Marías), nuestro lugar natural es el anhelo y no la consecución, la búsqueda más que el hallazgo, el camino más que la meta. “El hombre no soporta por mucho tiempo la dicha”, decía Octavio Paz. Lo que, de paso, enseña que el amor no es un punto de llegada, sino más bien la reanudación de lo interminable al lado de alguien.

Pero este apunte es solo uno de los múltiples senderos en la lectura de “Zobeida”. Otra lectura, aun en el mismo lector, supondrá de un modo estimulantemente inevitable una interpretación diferente.
¿Qué sucede ahora mismo en quien acaba de leer “Zobeida” en esta pequeña orilla de la navegación digital?


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