El irresistible encanto de Michel de Montaigne



Mi lectura de unas páginas entusiastas y devotas que el habitualmente irreverente e iconoclasta Michel Onfray dedica a Michel de Montaigne -en su libro Contrahistoria de la filosofía II-, me animan a compartir aquí el inicio de uno de mis trabajos sobre la singularidad ecuménica, socrática, serena y sonriente del autor de Los ensayos. Se trata de un artículo publicado por la revista de teoría política Foro Interno, de la Universidad Complutense (Madrid, España). La versión completa se obtiene en este link http://revistas.ucm.es/index.php/FOIN/article/view/50382/46814. La imagen recoge una conferencia sobre Montaigne que pude impartir en Lima hace un tiempo.

A poco de nacer, Michel de Montaigne (1533-1592) ─nacido en el castillo que su padre Pierre Eyquem heredó de sus ancestros─ fue enviado a la casa de unos leñadores que trabajaban al servicio de las propiedades familiares. Contra lo acostumbrado por la nobleza de su tiempo y por órdenes de su progenitor, el pequeño Michel fue puesto no en las delicadas manos de una nodriza, sino, por el contrario, en las de gentes modestas y laboriosas con la intención de que se habituase tempranamente a la carestía y la reciedumbre. Pocos años después, fue devuelto al hogar paterno a fin de iniciar la siguiente etapa de su crianza, que comprendía la instrucción en la lengua latina y el conocimiento de los clásicos a cargo de tutores extranjeros que, además, dispusieron que cada mañana el pequeño Michel fuera despertado no bruscamente sino con las dulces notas de unos músicos que tocarían al lado de su habitación.
            Es el Montaigne que posteriormente en Los ensayos cita sin cesar a Plutarco (ca. 215-250 a.e.c.), a Séneca (4 a.e.c- 65d.e.c) o a Virgilio (70-19 a.e.c), pero a la vez, en una encantadora y aparente contradicción, anima al lector a mirar hacia los campesinos, “que no conocen ni a Aristóteles ni a Catón”, pero de los que “la naturaleza extrae todos los días actos de firmeza y de resistencia más puros y más vigorosos que los que estudiamos con tanto esmero en la escuela”.
            Habiendo estudiado leyes en la Universidad de Paris, y habiendo departido con aristócratas y prelados, se entusiasma por igual o aún más charlando con los labriegos de sus tierras. Consecuentemente escribiría en su libro haber “descubierto que los libros son el mejor avituallamiento que podemos llevar en el viaje de la vida”, pero que, no obstante,  “preferiría ser un entendido en mí mismo a serlo en Cicerón”, pues “con mi experiencia sobre mí me basta para hacerme sabio, si fuese buen estudiante”.
            Magistrado en el Parlamento de Bretaña, requerido en 1581 por el propio Rey para asumir la alcaldía de Bordeaux y reclamado como árbitro en los litigios de religión entre hugonotes y católicos en la convulsa Francia del siglo dieciséis, Montaigne confiesa, por una parte, que “pude yo mezclarme en los empleos públicos sin apartarme de mí ni siquiera en lo ancho de una uña”, pues, aun entre apremios mundanos, “debemos reservarnos una trastienda del todo nuestra, del todo libre, donde fijar nuestra verdadera libertad y nuestro principal retiro y soledad”. Y, por otra, juzga con rotundidad que el sabio, “sabiendo exactamente lo que debe, ve que su papel consiste en contribuir a la sociedad pública con los deberes y oficios que le incumben. Quien no vive en modo alguno para los demás, no vive para sí”.
Tras las sucesivas muertes de su querido padre y su entrañable amigo Etienne de La Boétie, decidió retirarse en 1571 a su castillo para “descansar en el regazo virginal de las musas” y dedicarse al sosiego y la reflexión. Sin embargo, poco después de concluir Los ensayos ─fruto de esa etapa de envolvimiento, contacto con los libros y escritura propia─, emprendió un largo viaje por el resto de Francia y por distintas ciudades de Alemania, Suiza e Italia. Tal giro de su circunstancia no tenía nada de brusco en realidad. En su libro, en efecto, razona la conveniencia de desplazarse a otros lugares con la intención de “rozar y limar nuestro cerebro con el de otros”, siempre atento a lo distinto, puesto que “ninguna creencia me ofende” y “cualquier cielo me va bien”.
En la primera edición de Los ensayos opina que no somos sino “humo, viento, sombra, nada”; y añade en la segunda –con el amplio bagaje de su travesía europea– que “somos más ricos de lo que pensamos, pero nos educan para el préstamo y la mendicidad”, y en verdad “la enfermedad más salvaje es el desprecio de nuestro propio ser”.
En suma, quien conoció la pobreza y la opulencia; quien trató con una clase social y con la opuesta; quien con el mismo donaire tomaba los libros o los dejaba; quien citaba profusamente a los antiguos, pero defendía el juicio nacido de uno mismo; quien gustaba del reposo y del movimiento; quien decide el encierro en su castillo para rehacerse del dolor y la agitación social, y luego se pierde por senderos y ciudades con los ojos vivos y el corazón ávido; más aún, quien es testigo de rencores religiosos y repudia la soberbia; quien se mantiene católico hasta su muerte, pero abraza a allegados hugonotes y judíos; quien brinda por Homero y ensalza el vigor de los grandes escritores, y a la vez mira interesado hacia los nativos del Nuevo Mundo y compone un insólito discurso de defensa de los caníbales frente a la Europa violenta y depravada; quien profesa de palabra y obra un afecto por la humanidad diversa y variable, quien aplaude el mundo en una época de espanto… Quien, como resume Jean Lacouture, es un hombre a caballo, con un pie en un lado y el otro en el contrario; es, sin dudarlo, no un espíritu inestable sino más bien inquieto, no fluctuante sino fiel a sí mismo, y tampoco necesariamente contradictorio sino rico y versátil. En conclusión, alguien que delimita su individualidad con puertas que quedan abiertas.
El hombre que Peter Bürger describió como el fundador de la subjetividad moderna y Hans Blumenberg (1920-1996) como quien contribuyó a que el término mundo evocara  no solo la naturaleza, sino también la indelegable intimidad personal. Siendo, a la vez, el mismo ensayista que tiene a la conversación como su más grande deleite y considera “a todos los hombres compatriotas míos, y abrazo a un polaco como a un francés, posponiendo el lazo nacional al universal y común”.

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